No cojáis mis manos aunque yo las tienda hacia vosotros; no supe deshacer el gesto de amor acostumbrado y hoy me hiere como incandescente acero y no deja que la quietud del ocaso me lleve lentamente al final del este azaroso crucero.
No quiero que contempleís las lágrimas de mi despedida. Deseo tan solo que el agua de una templada lluvia empape mi piel mientras camino ensayando un profundo silencio, envuelta en los tibios brazos de la noche.
Y tú, mi sonriente amigo, mi más amado compañero... deja que un paciente olvido te secuestre y disuelva el ansia que puse en tu sendero, porque tu querencia rompe hoy mis alas hacia el poniente y amarra entre espinas mi descanso.
Te entregué cada latido de mi corazón aunque tu no lo supieras... pero hoy me pertenecen los últimos pasos de esta larga travesía, y el anclaje de un reverenciado destino.
Cuando al trasluz de la atardecida otoñal veas mi mano diciéndote adiós a lo lejos, en la avenida que bordean los castaños donde el acompasado rumor de sus ramas entona su acostumbrada melodía; mientras sientes la caricia que el viento deja en tu piel evocando nuestros amantes encuentros... si por un momento recuerdas la complicidad de nuestros ojos al mirarnos,
entenderás la lejanía que hoy anhela mi alma,
porque ya siento la llamada insistente
del otro lado de las cumbres.
1999
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