Se extraviaba de sí mismo y lentamente cruzó las calles de su entorno, como si avanzase en un desierto de ardiente arena bajo la enemiga vigilancia del sol en su cenit.
La mirada de los transeuntes se ondulaba como un espejismo, y sentía en sus oídos el retumbar de un rasgado huracán cuando rugia a su paso el persistente ruido de la ciudad en su rutina.
Era un día como otro cualquiera, pero algo había estallado en los oscuros espacios de sus entrañas... como si una bala perdida hubiera entrado en su frente destrozando la acostumbrada percepción de sus momentos.
El amanecer intentaba filtrarse en la niebla con un húmedo ropaje que agrisaba la luz y sus transparentes lanzas entre los fresnos del parque, como si empeñase un imposible rescate en el pegajoso telar que la desesperación iba tejiendo alrededor de su huída hacia ninguna parte.
En vano intentaba escudriñar su reflexivo pensamiento, tan solo un absurdo veneno desorganizaba sus recuerdos, tallados en débiles fragmentos, que al igual que el arcilla en el agua iban desaciéndose lentamente.
Un liviano filtro de cordura pasó raudo por su mente solicitando una palabra, un coherente lamento en aquella fiebre helada donde descendía peldaños de su propia vida. Nada más un gesto que pudiera detener al asombrado paseante que no evitara detenerse, y así poder acomodarse en su ayuda.
Fugaz, aquel gesto se abortaba en su intención; y escondido en un solitario paraje, acurrucó su cuerpo entre los árboles, cerrando los ojos vencido por el cansancio.
La lluvia hizo que se despertase, atónito de su estado y de aquella situación en la que se encontraba, empapado su pelo, sus ropas... la hoja de papel que había estrujado en sus mano y ahora estaba caída en el suelo. La alisó con sumo cuidado, los trazos emborronados apenas si se podían distinguir, solo la última palabra, pero la convulsión de su llanto le impidió poder visionarla, y el persistente aguacero acabó por deshacerla.
Y allá dejó esa carta , tirada en el suelo, en un irreversible olvido, porque horas antes no tuvo valor para leerla. Le había maniatado el tiránico temor de su contenido, y una presumible sentencia había explotado denigrando su endeble voluntad.
Martilleaba la culpa en su pecho, en sus sienes ; sus brazos y sus piernas temblaban cuando intentó levantarse y caminar hacia otro lugar. El chapoteo de los charcos coreaba su inestable paso. El aguijón de la duda se clavó en su garganta con hastiado amargor.
La decisión ya estaba tomada antes de que aquella misiva llegase a sus manos , demoniaca decisión que inutilizaba todas las posibilidades allá escritas. Quizás un adiós, tal vez una súplica; un hilo de promesas...
Embozó su sordidez en sí mismo para no dejar que un liberador rastreo de aquel contenido pudiera romper la falsa columna de su orgullo. Y con altivez más errática todavía, se aferró a la alambrada de una embriagadora sensación de venganza.
El torpe engaño se deshacía como humo entre sus dedos. Pero es vana tarea sortear las esquinas de la consciencia y subyugar su dormida amenaza. Imágenes de trágico destino endeudaban su desafío, y se doblegaba ante ellas como un anciano agonizante.
Anduvo nuevamente bajo las veladas luces de la ciudad, la oscuridad entre densas nubes iba adueñándose del ocaso y apenas percibía el suelo que pisaba , resbaladizo , entre sonidos aderezados de agua y viento.
Cuanto más ahondaba en su ser, mayor se hacía su herida y la sagre a borbotones perforaba su alma abriendo simas insondables.
*******
La muerte, súbitamente envuelta en un chirriante
ruido, apagó aquella corrosiva inquietud.
... No pudo ver la mirada de quien había escrito
esa carta que no quiso leer, y que ahora contemplaba
su inerte cuerpo con triste incredulidad.
08.2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario